Imágenes de Salto de Agua, desde la visión y la lente de nuestros amigos.

 

El viaje y la ilusión de quienes a la vuelta de los años, después de haber recorrido un camino fuera del pueblo, deciden de nuevo echar un vistazo.

La añoranza de aquellas calles empolvadas de terracería, por las que, sin duda, se iba y venía de las visitas a los amigos, o a la escuela, o a los mandados por tendejones del barrio. Callejas por las que dejamos pedazos de piel de nuestras rodillas, en un juego de béisbol o de futbol. Callejas que nos arroparon en el romance primero, cuando penosos, nos tomábamos de la mano, eso desde luego cuando atrevidos y ante el guiño cómplice, había el permiso para hacerlo. Callejas en las que, caída la tarde, escuchábamos los gritos  de nuestras madres, llamando a la cena. "Ándale pinche güero,  tu mamá te anda buscando", las comedidas vecinas, siempre prontas a ayudarse entre ellas. "Es para cenar, esta vez no hice nada", y a pegar la carrera, sudorosos y con el collar de tierra en el cuello. Jadeando, escurriendo por la frente y empapadas las espaldas.

Calles por donde la veías pasar, asomándote desde las ventanas. ! Que guapas las mujeres de Salto ¡ Y sobre todo aquellos vestidos que, por el calor, tendían a mostrarte un poquito más que en otros pueblos.

Calles que te llevaban y traían del centro del pueblo, a la Iglesia y al mercado. El obligado saludo a todos los que encontrabas a tu paso, la lista al volver a casa. Saludé a don Tito, a don Armando, al Tío Néstor, Al tío Pancho, Al tío Alfredo. Todos conocidos, y todos prestos para  mostrarse amables, a pesar de que eras apenas un chamaco quinceañero.

Calles que te llevaban al descanso final, al alejado panteón del pueblo, y que por la vecindad, te llevaban también por esos rumbos, a la visita clandestina y nocturna de las chicas malas, que por cierto eran, amén de buenas, siempre comprensivas y cálidas. Calles henchidas de melancolía, la del adiós postrero, y la de la alegría y el festejo, y sobre todo, la del despertar a los calores y fuegos de la vida.

Calles alejadas y torcidas para llegar al lejano barrio de san Francisco, encallado ya en la cercana montaña. El verde follaje, limoneros, castañas, y mangos verdes.

Aisladas calles pavimentadas de sueños. Rodeando el parque. Una, dos, tres, no más que eso. El ir y venir montando las bicicletas. Las eternas vueltas hasta el cine robles, hasta el malecón, hasta las escaleras del terraplén, hasta el puente, hasta la esquina de la casa de Luis Gómez.      

 

Calles que te llevaban a la estación de trenes. La tristeza de despedirte en la época de la preparatoria. El sentido adiós después de unas cortas vacaciones,  porque en aquellos ayeres, las vacaciones siempre fueron cortas. Despertarte con el silbato agudo del tren cruzando el pueblo en esas frescas madrugadas, o pegar la carrera angustiado, cuando por confiado, el tren anunciaba con ese silbatazo, su marcha rumbo a Mérida, o rumbo a Tabasco. El jadeo después de haber logrado la hazaña, subirte al paso, o al trote, las risas y burlas de los amigos. La mirada de los padres, despidiéndote. Y la novia que esperaría el otro verano, o la otra navidad, o la otra semana Santa.  La novia que se quedó esperando. Las callejas que se volvieron calles en otros pueblos, avenidas en otras ciudades, universos de otros países. Calles que se enredaron en los recuerdos, y se atrincheraron en la nostalgia. Calles de Salto de Agua.

 

Texto, Oscar Mtz. Molina 

 

Susy Alpuche, Reportera gráfica de nuestra pagina Web

Reunión de amigos Recordando al pueblo. 

Sentados: Augusto, Mirna, Mirlatey, Jorge Goñi, Nita y de pie: Manola, Carlos, Moisés y Rebeca

Jorge Ramírez, Jorge Goñi, Mirlatey, Carlos, Nita, Mirna, Moisés, Carlitos Arévalo, Augusto, y Rebeca  

Manola, Augusto, Mirlatey, Nita, Mirna, Rebeca y Pancho Rodriguez. 

Otra visión del pueblo, Salto bajo la llovizna. Fotos de Carlos Moral

Por las calles de Salto de agua, Chiapas. La visión de Oscar Mtz. Molina

Treinta y ocho años después, y por fin volver a caminar por las calles de Salto de agua. Treinta y ocho años y de nueva cuenta encontrarse con los amigos de antaño, muchos de ellos con hijos desconocidos para mí, y otros más, con nietos ahora ya, en plena madurez. Asomarme en la camioneta de Jorge Goñi, -con toda la amabilidad y cariño del primo y el amigo de toda la vida, acompañado de Sara y su esposo José, primos y ahora tambien compartiendo el amor por el pueblo, y de Laura, mi esposa y compañera de este sueño, pintora que supo plasmar en un lienzo la nostalgia del tren cruzando el puente ferroviario del Tulijá- asomarme, repito, por la vieja estación de trenes, tuvo en mi espiritú  el choque animico entre la alegría de los viejos recuerdos y las viejas añoranzas, y la brutal realidad de encontrarme de pronto con un pueblo desconocido. No me atreví a tomar las fotografias de la vieja estación de trenes por que la realidad  la había reducido a un infame tendejón. Y pensar que allí comenzaba todo. La calle larga que lleva desde la estación, hasta el pueblo, había perdido ya la exuberancia de los montes, asi como la gallardía de potreros y aguajes. A cada paso una docena de casas cubriendolo todo. Nuevas calles pavimentadas, senderos recorridos en aquella juventud, ahora reducidos a hierro y concreto. Escuelas que suplieron el beneficio de café. La casa en la que viví el día a día de mis pasos, ahora ya hundida en una informe mole rojiza y decaida. Dolido en mi alma, me rehusé firme, a tomarle fotos. En ese sentido fui claro en quedarme con la casa que habita mi memoria, esa que, anida sin un sólo cambio, en el centro de mi hipotalamo. 

Treinta y ocho años, y el pueblo ha cambiado. Ahora existen más escuelas, primarias, secundarias, preparatorias y gratamente un campus Universitario. Las escuelas clásicas del estado y la federal, fueron ingratamente removidas de sus sitios, y remontadas a la periféria. El comercio es ahora infumable, porque se ha invadido de vendedores informales. y la vialidad se ha visto nutrida por un anárquico sistema de taxis, y camionetas de redilas. El calor en el pueblo, sin una pizca de haber cambiado, aunque ahora, por tanto concreto pareciera haber recrudecido. Torrenciales gotas empapaban nuestras axilas, espaldas y cuellos, eso si, como en los viejos tiempos. Caminé por las calles arropado entre los amigos. Hay calles y casas que se mantienen con todo su arraigo, que se niegan a caer en el olvido. Casas y sitios que nos siguen llenando de nostalgias, y por las que, aún en estos tiempos, pueden hacerse presentes los amigos, o los sonidos del billar, o los olores y gritos de las cantinas. Calles por donde caminé y acompañé a los amigos, calles en las que sin duda me atreví con el abrazo de una amiga, con la charla plácida y cordial de los amigos de mi padre. Calles por las que corría a la hora del recreo, con la ansiedad de ir a tomar pozol de cacao, en helados y sudorosos vasos de alumnio de colores, y pan dulce, con los primos Rodríguez Arévalo. La casa Calcaneo ahora envuelta en tienda de abarrotes, repleta de colores y con una amalgama de gente desconocida. Recorrer las calles, y haberlo hecho con los viejos amigos recompensa sin duda el sentimiento de pérdida que me embargó. Haberlo hecho además con la compañia de Laura y mis padres, y hermana, volvió a darme la ilusión de seguir soñando. 

Treinta y ocho años de mi vida, ajenos al pueblo. Ha sido un vuelo emprendido por el mundo, con los sinsabores y las alegrias de fracasos y exitos. Esfuerzos que han sido siempre compartidos por la familia y los amigos. La visión que en este momento me hace decir, ha cambiado el pueblo, mal porque se perdió en el laberinto de dendritas y sinapsis neurologicas desde el hipotalamo, residencia de la memoria. BIEN, y esto así con mayusculas, porque los cambios han dado oportunidades a los jovenes, y niños. Sabía que como yo cambié, también Salto de Agua tenía que hacerlo, lo hice yo y el lo hizo. En ese sentido estamos empatados. Aún así, la nostalgía reclama su parcela.

 

Oscar Mtz. Molina

 

Puente ferroviario del río Tulija. Desde la visión de Oscar Mtz Molina

Puedo decir con plena certeza que la historia del puente ferroviario del río Tulijá, con mi propia historia, es una de esas que nace plenamente en el cariño mutuo. Jamás sentí temor de cruzarlo, de cobijarme entre los enormes hierros naranjas esperando a que cruzara una maquina con seis o veinte carros, agazapados por debajo del puente, ahora guarida de borrachines, para sentir en nuestro cuerpo, pero particularmente en nuestro corazón el tremendo crujido de la simbiosis Maquina-puente. O en las canastillas con tres opciones tremendas; la primera la de dar la espalda al comboy y mirar al horizonte el rio, hacia los playones y las corrientes de agua; la segunda, quedarse de frente viendo el rapido paso de los trenes, con la sensación de mareos que duraban el resto del día, y la tercera, la mas dificil, cerrar los ojos con la sensación extraña de no saber qué pasaba en torno de uno.

Cientos de veces de ir y venir por esos desvencijados tablones, al pueblo y al rancho de mi padre. Cientos de veces en las competencias para avanzar equilibrandose sobre los calientes railes. Decenas de veces, y aquí solamente los muy valientes, o los muy cabrones, o los muy inconcientes, quienes en apuestas para saber si se era o no cobarde, nos atrevíamos a caminar en los gruesos tablones laterales, con la mirada fija a cada paso que se daba, evitando siempre, mirar el cauce del río Tulijá, para no caer embelesados por sus aguas; y la maxima odisea a la que uno tenía siempre la tentación extrema, sentarse en uno de los durmientes, y columpiar las piernas al aire. La odisea era solamente para locos, y tan sólo de pensarlo me recorre un escalofrío por la espalda. Lo de saltar estando parado, equilibrándose en uno de los railes, y saltar al lado contrario, equilibrándose en este otro, era una suerte de la que nunca tuve noción de haberse realizado, pero si la pienso y la escribo ahora, seguramente fue una idea que circuló dentro de nuestras calurosas y saltences mentes. 

Me atreví sin temor y ahora ya sin los tablones caminé resuelto de durmiente en durmiente, me asomé hasta una de las desvencijadas canastillas del recuerdo, ahora ya sin piso, y totalmente inservibles. Posé para las fotos. Me asomé un poco para ver los rapidos y las corrientes de agua del río Tulijá, aprecié alguna que otra parvada de aves. Volví los pasos, Laura, temerosa se mantuvo lejos, apenas hizo intentos con dos o tres tramos de durmientes. Prefería la certeza de caer en tierra. Ella siempre con el asunto de no querer mojarse los cabellos. Desandé camino, y la nostalgía me pidió volver hacerlo, equilibrándome sobre el rail. Viendo de reojo en el viejo puente de fierro, al cálido amigo, me preguntaba si sentarme en uno de sus durmientes, balanceando mis pies al aire, me hubiera dado el titulo de Valiente en extremo. Desistí, esas hazañas solamente son válidas, si nacen de una apuesta con otro rival, o si se realizan ante la presencia de amigos que puedan dar fé de ellas. En este caso, ninguna de las dos premisas se cumplía, y gallardamente regresé tranquilo de conciencia al hotel Mary. No sé si los puentes le sonrían a uno, no sé si particularmente este puente lo haya hecho antes, pero desde el balcón del hotel, a modo de despedirme, esa mañana el puente del Tulijá lucía radiante. 

 

Oscar Mtz. Molina